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El desprestigio viene de arriba


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Por José Juan Toharia.


Existe una masiva sensación de que en España la Justicia funciona mal.


El mal principal que aqueja a la Administración de Justicia es el amplio descrédito social que algunas malandanzas recientes de sus más altas instancias parecen haberle granjeado. Cuando una institución carece (o da la impresión de carecer) de un liderazgo confiable, ejemplificador y eficiente, su imagen pública se desploma,

El "caso Dívar" ha contribuido a agudizar la pésima imágen pública

con independencia de cual sea la forma en que, en conjunto, esté desempeñando realmente sus funciones. Y eso es lo que a lo largo del curso recién concluido ha ocurrido con nuestra Justicia. O, en todo caso, así es como lo percibe la ciudadanía y por ello, al hacer balance de situación, una mayoría absoluta (69%) dictamina que la Justicia en nuestro país funciona mal. Este porcentaje resulta ser, con diferencia, el más elevado de los últimos 25 años: en 1987 daba esta misma respuesta un 28%; en 1992, un 38%; en 2000, un 46% y en 2005, un 44%. Sencillamente, para el ciudadano medio nuestro sistema judicial no solo no habría ido mejorando, sino que estaría yendo progresiva y aceleradamente a peor.


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No puede realmente decirse que estemos asistiendo a un colapso sin precedentes de nuestro sistema judicial, ya que no parece que la causa de esta actual masiva sensación de que "la Justicia funciona mal" deba buscarse en el quehacer cotidiano de nuestros casi 5.000 jueces. Con esta afirmación la ciudadanía estaría en realidad tratando de expresar (incurriendo en la sinécdoque -tan habitual cuando de la Justicia se trata- de confundir la parte con el todo) un intenso desagrado por comportamientos achacables en exclusiva a las máximas instancias judiciales, pero que destiñen sobre el entramado judicial todo. Los datos de opinión disponibles apuntan con claridad en este sentido. Entre el total de 35 instituciones y grupos sociales sometidos a evaluación ciudadana en el último Barómetro de Confianza Institucional de Metroscopia, los jueces obtienen un saldo evaluativo levemente negativo (es decir, quienes desaprueban el modo en que desempeñan sus funciones superan en 6 puntos a quienes lo aprueban), y quedan situados en la zona media de la tabla: un lugar si se quiere mediocre, pero no catastrófico. En cambio, la evaluación ciudadana del entramado jurisdiccional en su conjunto arroja ya un importante saldo crítico (24 puntos negativos), que se amplía en el caso del Tribunal Constitucional (que presenta un saldo de menos 37 puntos) y, sobre todo, en el del Tribunal Supremo (que registra un saldo negativo de menos 47 puntos y queda situado al final ya de la tabla, muy por debajo de los jueces). Además, en un sondeo también muy reciente de Metroscopia, el Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) son señalados con idéntica intensidad y por la misma amplia proporción de españoles (tres de cada cuatro) como los directos culpables de lo que se considera un funcionamiento inadecuado de la Justicia.

De estas dos instituciones que son las que en definitiva encarnan y simbolizan en el imaginario colectivo a la Justicia, la de mayor solera, el Tribunal Supremo, tiene ahora una imagen pública particularmente dañada. De entrada esto puede sorprender dado que precisamente en estos últimos tiempos ha logrado ir quebrando su tópica fama de lentitud y parsimonia tras aumentar de forma significativa su eficacia resolutoria. Pero es que la más que probable causa de su descrédito se encuentra en otro lado, en algo aún no del todo olvidado: el caso Garzón. Porque -recuérdese-un 61% de los españoles concluyó que la condena a 11 años de inhabilitación fue por de una persecución personal. Eso dio lugar a que un 62% dijera que, tras este asunto, su opinión sobre el más alto tribunal había empeorado (solo mejoró para un 13%). Conviene advertir que la evaluación pública de la trayectoria del juez Garzón era y es claramente controvertida: son tantos los españoles que dicen haber estado, en general, de acuerdo, con sus actuaciones como los que dicen haber estado usualmente en desacuerdo con ellas (en torno al 40% en ambos casos). La negativa evaluación ciudadana de dicha sentencia condenatoria no puede así ser atribuida sin más a un impulso de generalizada simpatía popular hacia el condenado; más bien parece reflejar algo muy preocupante: la mayoritaria sensación ciudadana de haber asistido más a un ajuste personal de cuentas (perpetrado además por nuestra más alta instancia judicial) que a un acto de justicia desapasionado y objetivo.

En cuanto al Consejo General del Poder Judicial, lleva meses varado en un profundo descrédito social. El el 73% de los españoles cree que este órgano, constitucionalmente encargado de gestionar de forma independiente y objetiva la carrera profesional de los jueces, ha decidido en la práctica los nombramientos de cargos judiciales por criterios ideológicos o por puro amiguismo. Cuesta imaginar una descalificación de un órgano estatal más deletérea. Se entiende así que una similar mayoría absoluta ciudadana (el 72%) concluya que la forma en que está organizada la gestión de nuestra Justicia necesita una reforma urgente y profunda. Por añadidura, el triste estrambote que a la actual etapa del CGPJ ha supuesto el caso Dívar no ha contribuido precisamente a desembarrancar su pésima imagen pública.

En espera del urgente remedio para la carencia de crédito social de los dos pilares institucionales de la Justicia (su órgano de gobierno y su máximo tribunal), resulta llamativo constatar que los españoles sigan percibiendo luz al final del túnel. Ocurre algo admirable: ahora, y al igual que en los últimos veinte años, dos de cada tres españoles siguen pensando que con todos sus defectos, insuficiencias e imperfecciones la Justicia representa la instancia última que garantiza los derechos y libertades de los ciudadanos. Sin duda, un claro reconocimiento a la labor cotidiana, con sus altibajos, de los cinco millares de jueces que son los que, aunque in extremis, salvan la cara a la Justicia. ¡Qué no pensaría de esta la ciudadanía si percibiera que quienes la simbolizan, representan y gestionan lo hacen con celo desinteresado, con independencia y con altura de miras!


Publicado el 12/08/2012 en www.elpais.com

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